jueves, 22 de octubre de 2015

Las ofensas sólo existen en la mente.


A una joven profesora, catedrática universitaria, le tocó impartir la asignatura de "medicina forense" a un reducido grupo de alumnos en la universidad. El grupo constaba de alrededor de siete u ocho alumnos, quizás nueve. La clase era a las siete de la mañana y no todo el mundo seleccionaba las secciones de horas tan tempranas. Un estudiante cristiano que tomaba dicha clase, siempre llevaba al aula informaciones doctrinales de diferentes científicos y de algunos de los laboratorios forenses más adelantados del mundo, porque quería obtener buenas calificaciones y contribuir a la clase. Cierto día en que la profesora no se sentía muy bien o tenía algo que le molestaba en su mente, en medio de una de las disertaciones del joven, le interrumpió y le dijo con voz autoritaria: "Mire joven, ¿qué es lo que usted pretende? ¿Usted piensa que va a venir a mi clase a humillarme con sus conocimientos y a hacerme quedar mal delante de mis alumnos, haciéndole ver a todos que usted sabe más que yo de lo que estoy impartiendo ? Pues déjeme decirle que…" La profesora siguió argumentando que ella era muy profesional y que sabía bien su materia, que llevaba muchos años de ser catedrática universitaria, que ningún estudiante iba a enseñarle nada, etc, etc, etc. El joven estudiante esperó tranquilamente hasta que ella terminó su discurso, no la interrumpió ni intentó hablar hasta que ella, sintiéndose un poco confundida con la actitud pasiva que este exhibía, bajó un poco la guardia y volvió a preguntarle que cuál era su intención al hacer lo que hacía en cada clase. Él le respondió con calma que su única intención era la de sacar un cien en esa clase y que para ello también necesitaba de los diez puntos de participación y asistencia que la política de la universidad le confería a los profesores para sumarlos a las notas de sus alumnos; Que como ella era su profesora, era a ella a quien él debía complacer con su participación en cada clase y que eso era precisa y exactamente lo que él había querido hacer con sus investigaciones, contribuir a la clase y sobre todo hallar agrado para con ella, en su calidad de profesora, para que le otorgara los puntos que creía merecer con su trabajo. Por lo demás, le dijo que ella era una dama y que él era un caballero, que nunca haría cosa alguna para perjudicarla y que si en algún modo sus acciones le importunaban, simplemente dejaría de hacer lo que hasta ese momento había hecho… escudriñar el mundo científico para contribuir a la clase y además obtener la mejor calificación posible. La profesora se puso pálida mientras lo escuchaba, luego se sonrojó y sus cachetes se quedaron rosados por largo tiempo mientras lo miraba absorta. Comenzó a tartamudear e incluso intentó disculparse, se notaba algo abochornada. El joven insistió en que no había necesidad de que le ofreciera disculpas, que los caballeros no tenían memoria y ella seguiría siendo su profesora hasta que ese cuatrimestre terminara. Más tarde, a solas, cuando terminó la clase, la profesora quiso abordarlo para decirle que en verdad la disculpara, pero, él no permitió que lo hiciera, le aseguró que no era necesario, y le expresó que aquel incidente sólo lo hacía más consciente de que las personas pueden equivocarse con facilidad al juzgar a los demás, porque en verdad él sólo quería hacer bien su trabajo y ella hasta le agradaba como profesora, pues la consideraba muy profesional. El joven no dejó de hacer lo mismo en las demás asignaturas a lo largo de su carrera, y fueron más los profesores que se sintieron complacidos con su trabajo que aquellos que no lo entendieron o hallaron ofensa en su accionar.
Como cristianos siempre debemos procurar hacer las cosas de la mejor manera posible, siempre como si las estuviéramos haciendo para nuestro Creador, sin buscar excusas baladíes  ni decir que somos imperfectos y por tanto no podemos hacerlo mejor, ya que Jesucristo nos dice al respecto: "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto" (Mateo 5:48). Es imposible complacer a todos con nuestras acciones, y, hasta Juan el bautista, de quien Jesucristo dijo: "De cierto os digo que no se ha levantado entre los nacidos de mujer ningún otro mayor que Juan el Bautista" (Mateo 11:11), halló ofensa en las acciones del Mesías, y envió a sus seguidores a preguntarle: "¿Eres tú aquel que ha de venir, o esperaremos a otro?" (Mateo 11:3; Lucas 7:19-20). Jesús no respondió inmediatamente  a los seguidores de Juan sino que continuó su ministerio de sanidad, haciéndolos testigos oculares de su magnificencia. Luego les dijo: "Id y haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son hechos limpios, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres se les anuncia el evangelio. Bienaventurado es el que no toma ofensa en mí" (Lucas 7:22-23). Juan el bautista había dicho que Jesús era el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, pero, luego halló ofensa en el Señor, quizás por estar encarcelado y no entender el porqué Jesús no iba a liberarlo, sobre todo después de haber sido  él el principal promotor del anuncio de su venida al mundo. Juan era un ser humano especial, un hombre santo, pero, al final, un ser humano, y cuando un ser humano permite que sus pensamientos obnubilen su entendimiento, tiende a confundirse con respecto a lo que está delante de sus ojos sin importar cuan claro le sea  mostrado.
Antes de emitir un juicio de valor en torno a cualquier cosa, lo primero es intentar tener toda la información referente al tema, lo segundo es ponerse en el lugar de la otra persona, si escuchamos sus razones con el espíritu y no con los pensamientos almacenados en la mente, podremos ver claramente las intenciones que encierran sus acciones. Si esto no es suficiente, entonces recordemos que Juan también se confundió y era un hombre santo, que Jesús fue blanco de aquella confusión y él es la Luz del mundo, por medio de quien todo ha sido hecho. Eso debe bastar para entender que no todo el que se confunde tiene una intención deshonesta, y que las confusiones de los demás no pueden en ningún sentido ser causa de ofensas para tu persona, porque al final, es muy probable que solamente se trate de una confusión en el pensamiento de tu prójimo. Si Jesucristo, teniendo la intención más pura e inmaculada que la historia de la humanidad ha conocido, porque estaba dispuesto a ofrecerse como sacrificio para salvar al mundo de sus pecados, aún así fue malinterpretado por uno de los más cercanos colaboradores de su misión, ¿por qué no podría pasarnos a nosotros que otros malinterpreten nuestras intenciones? O, peor aún, que seamos nosotros los que malinterpretemos las intenciones de otros. Y hay más, pues el crearnos expectativas acerca de los resultados que esperamos alcanzar con lo que hacemos por otras personas, puede volverse en contra nuestra si dicha persona actúa como no lo habíamos previsto. Lo más conveniente es observar la realidad de los acontecimientos sin forjarnos ideas mentales basadas en el recuerdo, mas bien, vivir la realidad del momento. La misión de Juan el bautista había terminado y él no se daba por enterado. Posiblemente se había acostumbrado tanto a ser el centro de atención de toda aquella región, que no supo cuando someterse ante la presencia de Cristo y sencillamente sumarse a su ministerio, lo cual nunca hizo. En cambio, Jesús no comenzó su ministerio hasta que el de Juan había terminado: "Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio de Dios, y diciendo: "El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepentíos y creed en el evangelio!" (Marcos 1:14-15). Hay un tiempo en que debemos actuar y otro tiempo en que sólo debemos observar; hay un tiempo para enseñar y otro tiempo para aprender, y es obra del Señor mostrarnos cada tiempo. ¡Deja que el Señor haga su obra en tu vida! Por no entender que su ministerio había terminado, y que él había cumplido exitosamente su misión, Juan se perdió de ser testigo de los actos de amor más inmensos e increíbles que él habría podido ver en toda su vida, los mismos que Jesucristo realizó durante todo su ministerio, algunos de los cuales les fueron luego narrados a Juan por sus discípulos mientras estaba encarcelado.  Emitir juicios precipitados y llegar a conclusiones mentales mal fundadas, quizás porque no nos agrada lo que estamos escuchando o porque habíamos creado expectativas distintas de lo que al final sucede  o porque no es lo que queremos oír en ese instante, sólo impedirá que el Espíritu de Dios nos muestre la verdad de lo que está ante nosotros. A Juan el bautista le pasó ¿por qué no podría pasarnos a ti o a mí? deposita toda tu confianza en Dios y no te fíes de tus propios pensamientos; seamos perfectos en Cristo, porque en él todo lo podemos.

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