David es uno de los personajes
más profundamente interesantes de la biblia, por eso debo escribir sobre sus proezas,
porque el analizarlo me obliga a hacerlo. Sobre todo porque una y otra vez
inquieta mi curiosidad el que sea señalado como el hombre que tenía un corazón
conforme a Dios o un corazón como el de Dios, a pesar de ser un ser humano con
tantas debilidades como las tenemos todos. Pero es que lo puro de su corazón
sale a relucir en hechos tan palpables como el de perdonar a sus enemigos
aunque esto significaba vivir en zozobra por tal acción. ¿Cuántos hombres están
dispuestos a hacerlo de ese modo? Sólo Dios sabe.
El rey Saúl se había propuesto
eliminar a David de la faz de la tierra y para ello contaba con uno de los ejércitos
más poderosos de su tiempo. Lo persiguió a través del desierto, y entre las
montañas, sin poder lograr su objetivo, porque Dios estaba con David. Este
último no tenía tranquilidad, no podía permanecer quieto en el mismo lugar sin
que los espías del reino avisaran a Saúl de su ubicación, por lo que debía
mudarse de lugares constantemente. No obstante, en dos ocasiones distintas, en
las que Saúl perseguía a David, Dios lo puso en manos de David para que hiciera
lo que él quisiera: la primera ocasión sucedió en el desierto de En-guedi, en
una cueva en la que David estaba con sus hombres y Saúl entró solo a hacer sus
necesidades, esa vez cortó un pedazo del manto de Saúl para que este supiera
que lo había tenido en sus manos; la segunda vez ocurrió en el desierto de Zif,
en la colina de Haquila, donde acampaban tres mil de los mejores soldados del
reino, comandados por Abner, jefe del ejército del rey. Saúl dormía rodeado de
sus soldados y David llegó a su lado, tomando la lanza y cantimplora de Saúl
como prueba de haberle perdonado la vida (1era de Samuel, Caps. 24 y 26).