El tema del
perdón es uno de los más complejos a los que tiene que enfrentarse la
humanidad. Al hombre no le es tan fácil entender y aceptar que le conviene
perdonar. Creo que todos entendemos eso. Hay personas que son más sensibles que
otras, se ofenden por cualquier cosa y encuentran faltas en cualquier acto que
a ellos les parezca un agravio en contra de su persona, aunque sólo sea un
accidente o un error involuntario. Esas personas no la pasan bien. Tampoco lo
pasan bien las personas que guardan rencor en sus corazones. Se someten a tal
amargura que llegan a enfermarse y hacen del mal humor parte intrínseca de sus
personalidades. Si uno ve a una persona que siempre está malhumorada y aburrida
es muy probable que esa persona tenga muchos resentimientos guardados en su
corazón. Hacer tal cosa sólo daña a quien la hace. A nadie le conviene guardar
rencor, hay que evitarlo a toda costa, es cuestión de analizar los hechos de un
modo objetivo, entender la causa y el origen de la acción cometida y luego
preguntarse uno mismo ¿Qué gano yo con guardar rencor por esta acción?, es una
de las pocas preguntas que existen cuya respuesta es siempre agradablemente
negativa. Sí, porque si llegas a la conclusión de que nada se gana con el
rencor y, por el contrario, puedes llegar a perder mucho, incluso tu salud,
inmediatamente te darás cuenta que ese no es un buen negocio. Así de simple.
Más ¿Qué sucede cuando alguien lastima tu amor
propio e hiere tus sentimientos?, ¿qué ocurre cuando a pesar de los
razonamientos te das cuenta que lo sucedido en verdad te duele? Sabemos que el
tiempo cura las heridas, que nos sentiremos mejor con el paso de los días, pero
mientras tanto existe un hoy y tenemos que lidiar con lo que hoy sentimos. El
capítulo 18 del libro de Mateo, versos 15 al 35, nos explica detalladamente las
diferentes circunstancias que se presentan con respecto al tema del perdón. Nos
dice como actuar y de qué manera debemos perdonar. Incluso, nos enseña la forma
de actuar, dependiendo del tipo de persona que ha cometido la falta. Comenzando
por las personas de quienes tenemos constancia acerca de su conocimiento de la
palabra de Dios, no me refiero exclusivamente a religiosos sino a todo aquel
que sigue el camino que Cristo dejó hecho para nosotros. Al reconocer que un
hermano ha cometido una falta u ofensa en contra nuestra, lo primero que debemos hacer es confrontarlo. Esto es sumamente importante. A veces ocurre que
la persona infractora ni siquiera sabe que ha cometido dicha infracción, ignora
que ha incurrido en una violación a los derechos de su hermano, por eso es
conveniente que la persona ofendida le haga saber al ofensor su visión y sentir
respecto a lo acontecido. Si dicha persona muestra arrepentimiento y está
dispuesta a reparar el daño causado, siempre y cuando sea posible, o pide perdón, prometiendo no volver
a hacerlo, entonces esa persona debe ser perdonada de su deuda. Si en cambio no
muestra arrepentimiento ni desea escuchar los reclamos del ofendido, hay que confrontarlo
con dos o tres testigos con quien esta persona tenga lazos fraternales. Pueden
ser miembros de la misma iglesia que él asiste, o hermanos de una misma
institución en la cual se trabaje para la obra del Señor. Si aún delante de los
testigos no está dispuesto a variar su actitud, entonces dice la Biblia que lo tengamos por gentil y publicano,
como una persona a quien no le interesa conocer a Dios. En otras palabras, podemos
dejar de considerarlo como una persona en quien debemos confiar, alguien de
quien nos conviene alejarnos y mantenernos lejos. Nada de eso significa que
debemos guardar rencor, pero está claro que si una persona no desea rectificar
el mal que ha hecho es porque no le interesa ser perdonado por ti y no le
interesas tú. Evitar ese tipo de personas también nos evitará el tener que seguir
enfrentándonos con el dilema del perdón. Tengamos siempre presente que a
nuestros hermanos, los que se muestran arrepentidos del error o daño cometido,
debemos perdonarlos hasta setenta veces siete. Cubrámonos de amor para lograrlo
con mayor facilidad, porque todo lo podemos en Cristo que nos fortalece, y si
no sabemos perdonar de corazón, tampoco somos merecedores del perdón de Dios.
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